Autonomía Cultural de América interrogó acaso, si la historia de un país americano no existiera, más que “en documentos incompletos, esparcidos” o “en tradiciones vagas”, y si en el país tal o cual, por tanto, no se hubiera hecho mayor cosa, sino “poner los pies en el camino”, por cuál de los dos métodos, el ad probandum o el ad narrandum, debería principarse para escribir acerca del “tren material de la historia”; y resolvió Bello “compulsar y juzgar” la historia inexistente por medio del método ad narrandum, o narrativo, creyéndolo entonces el “obligado”. Fue entonces que se dio en la tarea de exhortar a los jóvenes chilenos a aprender “a juzgar por vosotros mismos” y a aspirar “a la independencia del pensamiento”. En una oración: Bebed en las fuentes-exhortó Bello-. Y agregó: bebed a lo menos en los raudales más cercanos a las fuentes, puesto que “nada original, nada característico” había.
Y se bebería de la fuente y la originalidad tendría lugar, puesto que las novelas nacionales escribirían, pero a su modo, el tren material de la historia, siendo palimpsestos románticos, que llamaremos romances, porque aquéllas, si en lo más mínimo hubieran de considerarse como novelas características u originales, lo serían, como se anticipó, por su modo distintivo, el de ser, para el discurso fundacional de una nación, su medium narrativo, guiado por unos principios de convivencia, que dicen, primero, Una nación es como una familia unida por el amor intestino (Sommer 54); segundo, La identidad del padre es, por extensión metonímica, la identidad nacional (54); y, tercero, El sentido de la agencia femenina es desplazado, por extensión metafórica, por la objetividad de la tierra (47). Baste con decir en este respecto, por lo que ya se ha dicho, que los romances, o novelas nacionales, cuyo mandato era el de desarrollar la historia faltante (65), llegaron a ser una alegoría del orden patriarcal. En efecto, ya no se trataba de pelear contra la historia tenazmente por la independencia ni de darle continuidad al derramamiento de sangre, sino de crear la independencia de la historia o de cicatrizar las heridas de acá, por medio del traducir en romance la historia de posguerra (65); o sea, dicho en romance, de hacer de la posguerra un patriarcado.
Después de las guerras de independencia America dejó de necesitar soldados y pasó a requerir civilizadores que suplieran las múltiples faltas entre los países ya independientes. Y ocurrió como había de hacerse, al menos por medio de una distinta, pero al fin y al cabo práctica de la violencia. Permanecía la prehistoria, se decía, de la misión americana (59).
Entonces, por una parte, fue advertido el practicar desorganizado de la lujuria, en la posguerra, en las ardientes sesiones del curulao y en similares bailes, ruidosos, incesantes, extravagantes-según Samper, por ejemplo, por su "instinto maquinal de la carne"-. El erotismo no reproductivo se tuvo como inmoral y se consideró como representado por las mujeres innaturales y lujuriosas (60). Desde hacía tiempo que los soldados enseñaban a los niños a rezar el rosario, cuando el misionero estaba apartado a unos 225 kilómetros. Y, así, el moralismo bien repartido facilitó que el romance hubiera rendido culto a la castidad, sinónimo de la inocencia (61) y enemiga de las costumbres carnales. La castidad era iconoclasta por naturaleza: dondequiera que lo descubriera, se encargó de borrar, como con el codo la tinta recién escrita , cualquier rastro del deseo femenino. El romance modificó las cualidades de la mujer. Ahora se llamaba María de Isaacs. Y le despojó su piel para que evitara la lascivia y la arrojó con violencia, obligándola a vestir un traje de sumisión y docilidad (61). La mujer no sólo pasó a ser metaforizable, sino que la hicieron metáfora. Y la metáfora que llegó a ser era una deseada por el varón: el sentido de la palabra mujer habría de ser desplazado por el de la tierra. Como la objetividad de la tierra, la mujer naturalizada era un objeto del deseo ajeno. Y así fue que el romance estableció un principio: El sentido de la agencia femenina fue desplazado, por extensión metafórica, por la objetividad de la tierra. La mujer era una cosa fértil, deseable, y demás, que ya había sido cosificada por el romance, del lado del orden patriarcal.
Y, por otra parte, fueron advertidas en la misma época no sólo la falta de un derecho civil que regulara la usurpación de la propiedad de la tierra, sino la falta de una administración jurisconsulta que la sancionara (Prueba de ello: que el primer código penal fuera tomado prestado del español y del napoleónico en los albores de la década de los años treinta). No por nada al latifundista le dio su época las ínfulas del jerarca. Y, aún si hubiera faltado a la reunión, el romance se aseguró de que se las diera. Escribiría la oda al legalismo. Quien fuera el padre habría de dominar la tierra fértil, docil, y demás, para su producción y reproducción (47). Como cualquier forma de autoritarismo, la autoridad se repartió según el capricho, resolviéndose que la cabecera de la familia sería el varón que tuviera el derecho de poseer una cosa extensa fértil, dócil, y demás. El romance se encargaría de establecer otro principio, fiel a su violencia matriz: La identidad del padre fue, por extensión metonímica, la identidad nacional.
Capaz de creer que el racismo no sería visto en la gabeta en el que lo escondió, a la novela de fundación nacional, el llamado romance, le restaría poco para que culminase su obra sexista. También faltaría poco para que la buena María ganara la admiración del vulgo.
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